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PALESTINA |
Dejamos atrás un Cairo convulsionado, donde por millares acudían los jóvenes a la plaza Tahrir, cada mañana, cada mediodía, cada fin de tarde. Habían perdido el miedo pese a los disparos, la arremetida de las tanquetas y los gases lacrimógenos. Habíamos perdido la cuenta de los muertos: eran veinte, treinta, cuarenta. Y aumentaban cada día. En Egipto, en Siria, en Yemen, en Bahrein. La "primavera árabe" no florecía: se incendiaba.
Los jóvenes de Tahrir parecen determinados a acabar con el régimen: la autocracia primero, el ejército después. Porque eliminada la autocracia, quedó el ejército. Los jefes se enriquecen; controlan todo con las armas y el miedo (el gobierno de las armas es el más viejo del mundo). Se enriquecen coroneles, generales y sus acólitos, sus cómplices y sus cortesanos. El resto de la gente permanece pobre y con miedo. Pero ¿qué pasa cuando acaba el miedo? ¿Cómo se controla a una población sin miedo?
Atravesamos el desierto de Sinaí en dos ómnibus repletos de valijas y medicamentos, escoltados por la policía egipcia. "Razones de seguridad", adujeron, y mencionaron, vagamente, el asalto de los beduinos a puestos de vigilancia de la zona. Invitados por el Consejo para las Relaciones Europeo-Palestinas, viajamos cien parlamentarios de Europa, América Latina y otros países árabes.
El viaje a Gaza dura todo el día. Una larga carretera en medio del desierto donde los camellos se arraciman y las cabras corretean en formación dirigidas por niños. Desierto, palmeras espaciadas y, de repente, el mar: una larga tira azul (literalmente Gaza Strip), y unas construcciones hoteleras que recuerdan la antigua –y perdida– condición de balneario de lujo que alguna vez ostentó esta zona.
El viaje se hace lento y pesado; nos paran a cada instante puestos de vigilancia policial. Hay tanques por donde asoman hombrecitos armados. Los feroces soldados son muchachitos jóvenes.
La entrada a Gaza no es sencilla aunque hace mucho tiempo que el Consejo lo intenta. La Flotilla de la Libertad fue atacada en mayo de 2010, y una iniciativa para entrar por la frontera con Egipto, en abril de 2011, debió ser suspendida porque las "condiciones de seguridad" en la zona no permitían la visita sin riesgo del centenar de legisladores invitados. El trámite en la aduana lleva horas.
Llegamos a Gaza de noche. Parece haber llovido recién. Las calles sin asfaltar a los costados de la avenida rebosan de barro. Los hombres y los niños conversan animadamente bajo la escasa luz de los pocos quioscos que acampan al borde del camino. No se ven mujeres. Dos viejos sentados con sus sillas en el medio de la vereda de tierra, fuman y conversan mirando hacia la avenida por donde sólo nosotros pasamos. Vemos algunas verdulerías iluminadas donde cuelgan bananas. Hay palmeras, algún eucalipto, unos pocos gatos; obras que parecen en eterna construcción (quien no conoce la guerra no distingue la construcción de la destrucción: todo es escombros); casas con balcones, columnas y amplias arcadas. Salam alecum. Casi no hay negocios. Ninguna propaganda.
Estamos cansados, hambrientos. Hemos demorado casi veinte horas en llegar, y ya es de noche. Nos espera la prensa: a los hombres les dan la mano; a las mujeres no se nos toca. Nos saludan con la mano en el corazón y una breve inclinación de cabeza. Hay mucha prensa. Todos hablamos contra el bloqueo y a favor de la existencia de un Estado palestino: tierra y libertad.
Los parlamentarios, los de afuera y los de adentro, compartimos los platos. Comemos de un arroz con nueces y almendras con pequeñas cucharas de plástico. El pollo lo trozamos con los dedos. El café se parece a un té picante y amargo. Los dulces son del paraíso.
Vemos un campo de refugiados. El 75 por ciento son desocupados: viven de la ayuda internacional. Hay ancianas que aún conservan las llaves de las casas que ocuparon hasta 1948. El hacinamiento convive con el laberíntico diseño propio de sus construcciones.
En diciembre de 2008 la operación israelí Plomo Fundido hizo llover fósforo blanco desde el cielo. Murieron 1.500 personas y más de 6 mil fueron heridas. De esas 1.500, 800 eran mujeres y 400 eran niños. La onu condenó la operación como "crimen de guerra" contra la humanidad. Cuarenta mil casas fueron destruidas, y también ministerios, hospitales, escuelas. Para reconstruir usan los propios escombros. Pero les falta hierro, les falta cemento, les falta todo. Aun así, reconstruyen obstinadamente. El símbolo de Gaza es el ave fénix, que renace de las cenizas.
Las marcas de esta operación están en todos los muros de la ciudad. Uno acostumbra el ojo a las salpicaduras de los tiros esparcidas en casas, paredes, edificios. También se acostumbra a ese "todo a medio construir", que es un "todo medio destruido": el paisaje de la guerra. La combinación de ventanas y puertas de procedencias diversas en una misma fachada, o la pared a medio pintar (la de abajo) o a medio revocar, es el paisaje de la reconstrucción. ¿Por qué bombardean hospitales, escuelas, el parlamento, los puentes?, nos preguntamos. Quizá porque, como diría Aristóteles, no es combatir objetivos armados lo que desmoraliza a la gente sino privarla de sus servicios básicos: el agua, la tierra, los medicamentos, la infraestructura. ¿Cómo conserva el tirano su poder?, se preguntaba Aristóteles: degradando moralmente a los súbditos, empobreciéndolos, poniéndolos unos contra otros. Porque las almas envilecidas no piensan nunca en conspirar...
Pienso en esta terrible combinación que nos dejó esa maravilla política del mundo: Roma. República adentro, imperio afuera. La democracia para dentro de fronteras: la violencia como regla hacia afuera.
Vamos al ministerio que administra el tema de los detenidos. Hay muchos presos políticos en prisiones israelíes: 7 mil presos en una población de 1,8 millones de habitantes. Es, probablemente, la tasa de presos políticos per cápita más alta del mundo. Las madres nos esperan blandiendo carteles con la foto de sus hijos presos. Madres buscando hijos: un paisaje universal. Las condenas duran años, muchos años. Hay presos con más de 25 años de encierro. Algunos de ellos murieron en las cárceles, y sus madres recién lo supieron mucho tiempo después. Se los llevan muy jóvenes, con apenas 12 años en algunos casos.
Un profesor de la universidad nos cuenta que entraron a su casa de madrugada y le rompieron todo. Existe la tortura, nos dice, y es generalizada. Él está ciego. Nada se olvida, nos dice. Los viejos morirán pero los jóvenes no olvidarán. La memoria pasa de generación en generación y los que luchan son más jóvenes cada día.
Llegamos a un centro para los heridos de guerra. Hay gente mutilada, sin piernas, sin brazos, sin un ojo. Hay escuelas para deportistas "especiales". Nos muestran sus acrobacias. Los profesores son milagros de solidaridad y ternura en un mundo enfermo. Hay miles de ciegos, paralíticos, mutilados. Niños con la cara y el cuerpo quemados. "Nos tratan como cucarachas", dicen. ¿Quién puede tirar plomo fundido sobre una población civil? ¿O quemar con napalm pueblos enteros?
De Gaza se dice que es una "cárcel a cielo abierto". El bloqueo es terrestre (las fronteras de los "pedazos" de Palestina no se tocan; es imposible reunir siquiera a todo el parlamento en un lugar: se hablan por teléfono o se reúnen en Egipto), aéreo (Israel controla el espacio aéreo) y, claro está, por mar. Una cárcel a cielo abierto: nada más exacto. Si los pescadores pasan el límite de tres millas impuesto por Israel, les disparan. Han disparado y herido pescadores. El acuerdo de Oslo era veinte millas. Se redujo a tres. Los muros pintados en las paredes del puerto reclaman esta memoria con dibujos tan bellos como escalofriantes.
Hay que vencer la soledad, nos dicen. Vencer el aislamiento, romperlo. Hacer sentir su voz. Para Gaza no vale el "nada debemos esperar sino de nosotros mismos". Si sólo esperaran de ellos mismos, ¿qué cabría esperar? Necesitan el apoyo internacional, la mirada del otro. ¿Qué podrían hacer solos, pobres, miserables, desarmados, contra un país tan poderoso como Israel, aliado del país más poderoso del mundo? ¿Qué harían sin la planta potabilizadora de Alemania, el puente construido con ayuda de Brasil, el hospital que donó Arabia Saudita?
¡Ey!, nos dicen. ¡Miren lo que estamos viviendo! No nos piden más. No piden plata ni campañas ni compromisos profundos. Miren. Escuchen. Y cuenten al mundo lo que han visto.
Y eso es lo que hago ahora. Cuento lo que he visto. Con mis propios ojos.