Soñadores trepando nubes

martes, 17 de abril de 2012

16.04.2012 | 10:44

Paul McCartney: el primer beatle en Uruguay

El cantante se presentó por primera vez en el país vecino, en el Centenario de Montevideo; crónica de otra noche inolvidable junto a la leyenda británica

Fotos de Matilde Campodónico
Desde hace siglos, al caer la tarde del domingo, el borocotó de los tambores resuena en Montevideo. Las comparsas que desfilan por la Calle Isla de Flores marcan la identidad musical de la ciudad. El candombe, ritmo heredado de los negros africanos traficados como esclavos, es también una cultura, una tradición, una entidad que sobrevive al paso del tiempo en un trance hipnótico y percusivo.
A mediados de los 60, los discos de los Beatles provocaron una revolución en todo el mundo, pero lo que ocurrió en Montevideo merece especial atención. Hugo y Osvaldo Fattoruso, junto a Pelín Capobianco y Caio Vila, fundaron Los Shakers, un grupo que nació a imagen y semejanza de los Beatles, pero que pronto desarrolló una personalidad propia y una búsqueda inventiva en paralelo a la carrera de los Fab Four. Pero, además, de la fusión entre esa cultura musical dominante y el sonido ancestral de los tambores, nació el candombe-beat. Eduardo Mateo, Rubén Rada, Walter Cambón, Luis Sosa, Chichito Cabral, Urbano Moraes y el Lobito Lagarde, montaron, con su música, los cimientos del rock uruguayo bajo la perspectiva de un regionalismo crítico.
La marcada influencia que el grupo de Liverpool ejerció sobre los músicos mencionados, y también sobre los artistas más populares y talentosos del Uruguay como Jaime Roos, Fernando Cabrera, Eduardo Darnauchans, los hermanos Diego, Daniel y Jorge Drexler, (entre muchísimos otros, claro), transforman a Montevideo en la ciudad más beatle de Latinoamérica. Y sobre esa perspectiva debemos entender, entonces, la importancia social, histórica y musical que tiene este concierto de Paul McCartney, el primer beatle que toca en Uruguay.
En un guiño del destino, Macca debuta en Montevideo a la hora del candombe. Y es seguro, entonces, que en varias esquinas las melodías de Paul se (con)fundan en un abrazo metafísico con el borocotó de los tambores y, en un hechizo de realismo mágico, esa fusión que iniciaron Rada y Mateo hace casi medio siglo se corporice esta noche en un encuentro casual, misterioso, irresistible.
En ese sentido, la elección de Martín Buscaglia como telonero [en formato hombre-orquesta, confirmada a último momento] es acertada y emotiva. El padre de Martín, el querido y recordado poeta, escritor, actor, publicista y revolucionario, Horacio "Corto" Buscaglia, fue miembro de la crew del Kinto, fanático de los Beatles y testigo privilegiado de la génesis del candombe-beat. Pero más allá del linaje, la influencia beatle es notoria en la obra del autor de "Oda a mi bicicleta", por el apego a las melodías, al formato canción, a la vocación perfeccionista y experimental.
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Es imposible desligar a cualquier análisis del show de Macca en el Centenario de su perspectiva histórica y emotiva. Patrimonio del fútbol mundial, el Estadio fue sede de la primera final de la copa del mundo en 1930, del zapatazo del Chango Cárdenas en 1967, y de la histórica frase de Maradona, "que la sigan chupando", en 2009, entre otros hitos que acrecientan su leyenda. Lo llamativo es que el propio Paul, en su alegre transitar por esta vida con ese aire zen, mezcla de simpática impunidad con eterna adolescencia que le otorga ser un ex beatle, parece consciente de lo que representa este recital. Y parece decidido a imprimirle un tono épico a la velada, cuando informa que es la primera vez que tocan "The Night Before" (el clásico de Help, 1965) en Sudamérica. O cuando anuncia el estreno del flamante videoclip de "My Valentine", protagonizado por Natalie Portman y Johnny Depp. La canción, dedicada a su esposa Nancy, editada en el también flamante Kisses on the Bottom(2012) está en consonancia con los standards de jazz que integran el álbum, y tiene un aura de belleza, romanticismo y melancolía (en la senda de "Nature Boy"), que la transforma en un clásico instantáneo.
A pesar de que la estructura del show es similar a la del que ofreció en Buenos Aires a fines de 2010 (un recorrido por emblemáticas canciones de los Beatles, de Wings y de sus discos como solista, The Fireman incluido), es imposible que ver a Sir Paul no sea una experiencia trascendental y movilizante. Ese tipo que está parado con elegancia británica enmarcada en su chaqueta azul y con su clásico bajo Höfner al cuello, es una de las personalidades unánimemente queridas, respetadas, admiradas en todo el mundo desde hace cinco décadas. Él es uno de los responsables de una revolución cultural, musical y social más sintomáticas de la segunda mitad del siglo XX. Es, al fin y al cabo, el que inspiró a todos esos otros músicos de distintas partes del mundo que veneramos.
Su grandeza y su encanto, sin embargo, trascienden su leyenda. Paul hace las veces de amable anfitrión, y nos arenga, desde el primer minuto, para que el Estadio sea una fiesta. Cumple a la perfección con lo que podríamos entender como esa liturgia demagógica que impera en el rock de estadios. Pero en este caso lo trasciende todo, porque el tipo que estáchapuceando en un castellano leído, es tan pero tan grande, que sólo podemos rendirnos ante su humildad y su grandeza. Nombra a Uruguay unas diez o quince veces a lo largo del show, y nos regala momentos memorables cuando dice "¡Suarez!", celebrando la performance del delantero uruguayo Luis Suarez (que acaba de llevar al Liverpool a la final de la copa de Inglaterra), y cuando anuncia que en Maldonado y Rivera están viendo el show en directo (igual que en Montevideo, las intendencias montaron pantallas gigantes).
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En el escenario hay tres pantallas gigantes de leds, que proyectan la filmación del show en tiempo real y clips para la mayoría de las canciones, pero lo que sostiene al show es lo impecablemente bien que suena la banda en vivo. Paul al centro, siempre en acción, yendo del bajo a la guitarra, y de la guitarra al piano, y del piano a la mandolina, y de la mandolina al ukelele. Y cuando agarra el ukelele, entre tanto paso de arenga y de comedia, comenta casi al pasar que ahora hay mucha gente que toca el ukelele, pero que el que empezó a tocar el ukelele fue su amigo George Harrison, y que él también tenía un ukelele y un día fue con su ukelele a la casa de George, y que le dijo que se había aprendido una de sus canciones en el ukelele, y entonces George y Paul tocaron juntos esta canción que él ahora nos va a cantar con ese ukelele. Y lo que suena es "Something". Y lo que rueda por todas nuestras mejillas son lágrimas.
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La noche está estrellada y en el Centenario tiritan los celulares alzados que parecen reflejar las estrellas del cielo a la enésima potencia, mientras Paul McCartney, sentado al piano, canta "Let It Be". Y es uno de esos momentos que todos los que estamos ahí vamos a guardar y atesorar para siempre. Macca, por cierto, no escatima en clásicos Beatles. Ya nos hizo comprobar el efecto instantáneamente lacrimógeno que provoca "All My Loving": basta con escuchar, apenas, los primeros tres segundos para que nos inunden las lágrimas, producto de una energía inexplicable comparable, por ejemplo, al final de El gran pez. Pero la seguidilla de clásicos con el set de pirotecnia de "Live and Let Die", el coro multitudinario de "Hey Jude", "Lady Madonna" (con un clip que repasa a las mujeres más emblemáticas del siglo XX, de la Madre Teresa de Calcuta a Eva Perón, de Frida Kahlo a Audrey Hepburn, de Billie Holiday y Ella Fitzgerald a Marilyn Monroe y Lady Di), el riff inigualable de "Day Tripper", la potencia de "Get Back", el aura intimista de "Yesterday" y la explosión de "Helter Skelter" es inigualable. Suena tonto dicho así, porque en verdad, casi podríamos sintentizar la historia del rock con ese puñado de canciones. Pero, en verdad, después de un show de esta magnitud, cualquier idea queda reducida.
Es que el show que propone McCartney es el mejor show posible porque es inigualable. Por su universalidad, por el ascendente que tiene su música en el resto de las músicas que escuchamos todos los días, por la perfección de las melodías y por el modo en que las llevamos bajo la piel. Pero, fundamentalmente, porque lo hace todo con un elevadísimo nivel de perfección, de belleza, de felicidad, y de liviandad. Nos saca el peso de saber que estamos viendo a una leyenda. Se muestra amable y generoso con sus músicos, sesionistas superlativos que tienen uno de los mejores trabajos con los que puede soñar un músico. Es un ensamble perfecto, que podría parecer austero, pero funciona a todo nivel, con una notable capacidad para asimilar y evocar los sonidos de cada etapa de la carrera de Sir Paul, a quien acompañan desde hace una década. [La formación: Rusty Anderson, guitarra y coros; Paul Dickens, teclados; Brian Ray, guitarra, bajo y coros; Abe Laboriel Jr., batería, percusión y coros].
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Se encienden las luces del estadio y el sueño se termina, pero instantáneamente se abre el próximo porque Paul se despide diciendo "Muchas gracias, Uruguay. ¡nos vemos la próxima!". Y esa lluvia de papelitos que son lanzados desde el escenario hacia la más VIP de todas las plateas se queda flotando en el aire provoca un poco de melancolía.
Son casi tres horas de show que fluye en un caudal de canciones, y que se evapora en un instante. La duda final es, simplemente, cuántas veces podríamos ver a Paul en vivo sin que pierda la magia. La respuesta, sospechamos infinita, queda flotando en el aire de Montevideo, por esta noche al menos, la ciudad más beatle del mundo.
Sólamente quería que esto quedara por acá, para siempre. Gracias okay bueno. Ah y esto es de http://www.rollingstone.com.ar. Bien.

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